domingo, 30 de septiembre de 2018

La noche y sus mentiras.


La noche y sus mentiras

Las estrellas, en aquella noche que insistía en no acercar la necesaria mañana, brillaban y se movían de una forma inusitada. ¡Cómo era posible ver las estrellas en una ciudad de nueve millones de habitantes, en su mismo centro; en La Condesa…!

No tenía sentido, lo sabía. Mientras aquellas diminutas luciérnagas se desplazaban, con movimientos circulares, frente a sus ojos...un terrible aguacero peleaba con él para conseguir cerrarlos.

Esta vez el terremoto no se encontraba en el exterior.

El alumbrado de las farolas, y de la mayoría de los edificios, había desaparecido a causa del huracán. Otro nombre de mujer para un huracán… Sabía que hasta finales de los setenta, tales desastres, sólo recibían nombre de mujer; pero, a estas alturas...
 - Mayoría masculina en el centro de meteorología...- dio por hecho Fernando Galviria mientras su media melena seguía en contacto con la maltrecha acera y flotaba, a su vez, en un charco que crecía minuto a minuto.

Al otro lado de la calle, gracias a la luz de emergencia de un negocio de suvenires mexicanos, veía la inmóvil, tenebrosa y enorme sombra de una figura a tamaño real de Santo, El Enmascarado de Plata.  Fernando observaba aquella noble figura. Mientras, no llegaba a comprender por qué habiendo vencido a mujeres vampiro, marcianos, zombis y hasta la hija de Frankenstein... no se dignaba, un héroe de su talla, a echar una mano a alguien como él.

- De todos modos...sigo creyendo en ti, Santo- pensó, mientras su rostro, casi ahogado, ofrecía una media sonrisa burlona.

Allí seguían sus estrellas...

La humedad, pegajosa y agobiante, se instaló hasta en su ropa interior. Pequeños temblores le acompañaban desde no sabía cuándo. Poco a poco, se convertían en espasmos incontrolados que desplazaban su cuerpo por los márgenes de aquella acera.

Un gusano; se había convertido en un gusano- pensó. Siempre luchó por “ser algo más”...y se encontraba transformado, de repente, en el más frágil de los invertebrados. Volvió a sonreír. Se vio protagonista de una canción de Paquita la del Barrio...Recordaba la letra: " Te aplastaré como un gusano, y ya después, te enterraré en el pasado. Me estás oyendo, mendigo gusano? ¡Arrástrate…! "

Y allí estaba él haciendo caso a la Paquita aún sin saber a quién había fallado. Mostrándose como una lombriz que no recordaba haber padecido ninguna gran historia de desamor…
Sin dejar de mirar al Enmascarado De Plata, con una presión sobre su cabeza que le impedía moverse, dejándose ir...intentó recordar cómo había comenzado aquella maldita noche.

Una fiesta, copas, drogas, risas...- ¿y después qué?- se  preguntó.
De alguna manera aquella situación le recordó otras tantas vividas y sufridas. Él siempre había sido el rey de la fiesta y las situaciones comprometidas no le parecían algo excepcional…pero hoy faltaba algo importante: sus amigos. Aquellos que lo sacaron debajo de un autobús, de alguna que otra pelea, que lo alojaron en sus casas cuando lo necesitó…

Esta noche ni estaban ni se les esperaba. - ¿Qué estarán haciendo ahora?- pensó Galviria. Seguro que todavía durmiendo;  en unas horas, un nuevo día, sin mayores pretensiones, mientras yo…quizás esté muriendo.

Ahora: vacío, todo el vacío.

Arrastrado, mientras se iba poco a poco, pensó que aquella forma de vida, un tanto desordenada, tenía sus riesgos y tal vez este era el precio de su peaje.
- Mamá, mamá… (Siempre las mismas palabras para  comienzos y  finales...)

Ese D.F.,que ya no quería su nombre, no parecía el mismo; sin bullicio, sin nada que venderte…

Fernando dejó, de repente, de ver la luz del escaparate. Una majestuosa sombra lo tapaba y a su alrededor pura irradiación. Quizás toda la luz del mundo concentrada en la silueta más honorablemente imaginada.

-Ángel, es el ángel...- pensó Fernando. Habría bajado de allí en lo alto, de su monumento a la independencia. Ese era el motivo; seguro que su idea vital, esa que hacía que siempre recorriese caminos, cuando menos, interesantes. Tal había sido la causa de aquella visita.
El ángel se movía observándolo con atención, no con movimientos bruscos como en el último terremoto, sino suaves y ligeros; intrigantes.

- ¿Qué me quieres? ¿Es que ya me llevas?-  murmuró Galviria mientras sentía cierta tranquilidad ante un suceso que podría sacarlo de aquella terrible incertidumbre en la que se hallaba.

-Tranquilo, no te muevas – dijo la voz más hermosa y tranquilizadora que hubiese escuchado jamás.

- No, si yo no me he movido...creo que llevo años en esta misma posición.

-¿Qué tal estás? ¿Cómo te encuentras?

Después de pensarlo un instante, Fernando respondió: “Por el momento “estoy”; y en esta situación lo considero suficiente…

Con la ayuda del ángel, pudo sentarse. 
 
Apoyado contra la pared miraba fijamente ese extraño ser aparecido de la nada. Sonreía mientras pensaba cómo al más  creyente de los ateos se le había aparecido un ángel; y, a su  espalda, el Santo. Lo que es la vida, empeñada en descolocarte constantemente. De alguna manera, ante esta cita a ciegas, se sintió satisfecho ante la inusitada visita: no había perdido la capacidad de sorpresa.

Se fue acomodando en un respaldo de puro hormigón.

-No te esperaba- dijo Fernando mientras recogía de alguna manera su flequillo.

- Yo tampoco a ti. ¿Cómo has llegado a esta situación?

- No sé qué decir…quizás, en ocasiones, tomemos decisiones que no son las adecuadas. Realmente no sé ni por qué estoy en México… ¡Cómo saber entonces qué hago aquí…!

- De todas formas ha llegado el momento de levantarse y caminar. No es lugar para quedarse.

Dentro de Fernando Galviria apareció el miedo…a lo desconocido, al cambio, a dejar de ser. Como le pasa a todo habitante circunstancial del planeta, no importa tu actitud en el recorrido, si ante uno se planta la muerte; no hay otro sentimiento.

 Un deseo de aferrarse a la tierra surgió en él.

- Tranquilo, espera un poco.

- No hay nada que esperar- dijo el ángel con voz autoritaria.
                                                                                                       
- Siempre hay algo que esperar…

- Siempre hay algo que buscar, no te equivoques. Y nosotros buscaremos un destino, seguro, mejor que este.

Ante aquella seguridad tan brutal, Fernando no tuvo más que decir. Alzó, como pudo, su mano. El ángel la recogió suave y firmemente. Tras esto, de repente, recobró una energía con la que ya no contaba y a su vez, una confianza que ya no creía suya.
Comenzaron a caminar, lentamente, al paso que su cuerpo le permitía. Miraba al suelo, pero por momentos miraba al ángel de reojo y seguía viendo luz y, de alguna forma, sentía empatía y amabilidad por aquel ser único que no sabía hacia donde lo llevaba.

-Toda la vida di por hecho que me iría solo de este mundo y fíjate… aún no puedo asimilar con quien realizo este trayecto.

- Yo creo que siempre es mejor contar con una buena compañía, donde quiera que se vaya. Incluyendo en esta, sin duda, a uno mismo- repuso el ángel.
  -  A lo largo de mi vida he encontrado muchas piedras en el camino. A veces, las he esquivado; otras, golpeado, otras, escapado…pero esta…con esta no sé lo que hacer. 
-       - Lógico; hay piedras que se deben coger, cargarlas con calma, entenderlas y custodiarlas hasta que llegue el momento de posarlas en el lugar adecuado. Algunas de ellas no ofrecen escapatoria, requieren de comprensión y paciencia. Aunque parezca contradictorio, sin esa carga, no se puede liberar la mochila para nuevos destinos.

Fernando miró fijamente al ángel tras esta respuesta y por un momento, un pequeño momento, se sintió feliz.

De nuevo comenzó a llover. Recorrían Colonia Roma despacio, con toda la calma que transmitía Fernando, hacia un destino adonde no quería saber llegar.
Con voz afónica y un tanto partida, destapó ante el ángel las dudas que le rondaban su pobre cabeza: “¿Cómo es tu casa? Háblame un poco de ella, por favor.”
                                                                                                                                                                                                                                                                                                                    
-       Mi casa…- dudó el Ángel mientras miraba sorprendido a aquella figura cada vez más agotada-. Nuestra casa somos nosotros mismos, Fernando. Cuesta darse cuenta, pero es así.

-       Sí, debe ser así. En este momento tengo la sensación de estar en ella.

El tiempo se había detenido y la extraña pareja comenzaba a vislumbrar un nuevo amanecer. Galviria tuvo la sensación de que cuanto más se dejaba ver el Sol, el ángel perdía aquel brillo que hasta había tapado a la mayor leyenda de la lucha libre que haya existido.

-       No puedo más, no puedo más…Creo que mi corazón puede estallar de un momento a otro.
-       Vale, tranquilo, espera aquí- dijo el ángel mientras lo ayudaba a posarse de nuevo en el suelo, apoyándolo, esta vez, sobre una pared seca.
 Ese pequeño detalle lo sentía como lujo, un pequeño gran privilegio en aquel momento de la vida de Fernando Galviria.
-       ¿Adónde vas? ¡No te vayas!- gritó con todas las fuerzas que le quedaban- por favor…

De nuevo su cuerpo perdía aquella fuerza prestada por un ser que nada le había pedido a cambio. Dejó de luchar y sus setenta quilos se dejaban arrastrar de nuevo hacia un suelo que parecía llamarlo.

-       ¿También tú?- se dijo por dentro y hacia fuera.

Cerró los ojos. Comenzó a despedirse, de alguna manera. Hay que saber decir adiós cuando toca…De repente sintió algo; y ser capaz de sentir, en tales circunstancias, le pareció una especie de prodigio. Se elevaba de aquel suelo que ya parecía su casa. Una fuerza divina lo desplazaba con suavidad y a la vez con fortaleza al lugar que tantas dudas le presentaba.

-       Tranquilo, Fernando; estoy aquí de nuevo. Ya estamos llegando, tú tranquilo, son mis compañeros los que te llevan. Espero que todo te vaya muy bien.
Oía estas palabras y sentía una extraña magia liberadora de todos sus miedos. Qué ser bondadoso que aun ejerciendo su trabajo lo trataba con tanta comprensión y empatía.

-       -Muchas gracias, ángel, ha sido un placer.

-      - No me llamo Ángel; me llamo Alicia.

-      - Gracias.

Fernando Galviria la miraba sorprendido, alejándose poco a poco, intentando comprender algo que se le escapaba de las manos.

Posado en una camilla, se abrieron ante él las puertas del hospital.

Solo adivinaba batas blancas con lo que parecían personas dentro de las mismas.

Y luego aquellas puertas, con un perfecto encaje, se cerraron a su paso, sin mayores respuestas.


Fin


Miguel Castro Serantes