domingo, 26 de mayo de 2024

Mañana será otro día. Capítulo 19: Dejad paso al mañana (1937)

 


Dejad paso al mañana (1937)

Cuando te enfrentas a un clásico no solo te paras a observar la obra. Con la película viajamos a la época en la que fue grabada para poder así comprender correctamente los códigos, los mensajes, el momento histórico .... Algunos grandes filmes han envejecido mal por este hecho, pues resulta imposible empatizar con personajes o situaciones desde nuestros ojos asentados en la actualidad. Un ejemplo de esto sería el personaje de Mcmurphy (Jack Nicholson) en Alguien voló sobre el nido del cuco. Nos acercamos a sus penurias, a la injusticia que vive tras las murallas del terrible manicomio donde acabará siendo lobomotizado…Al fin y al cabo el “pobre” solo se había hecho pasar por “loco” para reducir la pena que le habían impuesto. Mcmurphy había sido condenado por haber violado a una muchacha de 15 años (por cierto, no era la primera vez). Ahora, por suerte, con una temática similar, el personaje nos produciría rechazo automático desde el primer instante.

Los años pasan y no siempre para mal.

Pues bien, la película que hoy os traigo a esta sección dominical, aunque esté cerca de cumplir 90 añazos, toca un tema muy vigente hoy en día: la vejez y las dificultades que esta entraña. Está dirigida por uno de los grandes directores de la historia del cine: Leo McCarey. No sé muy bien por qué no es tan recordado como Billy Wilder, Frank Capra o John Ford, aunque tenga en su haber 3 premios Óscar de la Academia y cuente en su filmografía con un puñado de obras maestras como Sopa de gansos (1933), sí, la de los hermanos Marx, Tú y yo (1939) o Algo para recordar(1957), que viene siendo la misma película con 20 años de diferencia y que originó el mito de pedir matrimonio en lo alto del Empire State (también diría que sentó las bases de la moderna comedia romántica). Preciosas también las dos partes de las andanzas de ese cura progresista, generoso y amable, llamado Chuck O´Malley el cual conocimos en Siguiendo mi camino ( 1944) y en Las campanas de Santa María (1945).  Por cierto, cuando George Bailey (James Stewart) corre desenfrenado hacia su hogar, en la parte final de Qué bello es vivir (1946, Frank Capra), pasa por delante de un cine donde podemos ver el cartel de la película de Las campanas de Santa María. Sin duda, Frank Capra y Leo McCarey eran de la misma escuela.

Pues bien, hablemos un poco de la joya que hoy os traigo. Una pareja de ancianos se ven inmersos en el otoño de su vida en una situación nunca antes imaginada. Él lleva cuatro años sin trabajar y la pareja se queda sin su casa de toda la vida. Sí, hablamos de un desahucio de unos ancianos generado por un banco.  El anciano lo interpreta Victor Moore, el cual tenía 62 años en el momento de la grabación. Ella, la actriz Beulah Bondi tenía 49 años (ups).  Gran trabajo de caracterización, sin duda.

Reúnen a sus hijos para contarles la situación. También para pedirles un lugar donde alojarse los años que les quedan. Sus hijos, incrédulos, entienden que, de alguna manera, este hecho les trastoca sus vidas. Para sorpresa de la pareja de ancianos, sus hijos no les ofrecen la posibilidad de ir a vivir juntos, sino que se irán a casas diferentes, con diferentes hijos, a más de 500 km de distancia. Después de más de 50 años de casados se ven abocados a la separación. Ellos asumen la decisión de sus descendientes. No quieren juzgarles. Han depositado su vida en ellos y ahora sus hijos toman las decisiones. Al fin y al cabo, son su proyecto y no quieren pensar que sea fallido.

Todo esto en el primer cuarto de hora de la película. Después de esto, una hora que nos romperá el corazón. Conocemos la nueva vida de los dos ancianos separados a cientos de kilómetros. Ambos son un estorbo para sus hijos. Estos les habían prometido que la separación sería temporal, pero los meses pasan y las comunicaciones apenas son en alguna llamada telefónica (en aquella época carísimas) o por carta. Al anciano se le han roto sus gafas y ya no tiene cómo leerlas. Le pide a su amigo, el tendero (Maurice Moscovich, el cual recordamos en su papel de El gran dictador), que por favor le lea la carta de su mujer. Accede. Ella le cuenta cómo es su vida y cómo su hijo y su nuera la han llevado a conocer un asilo. A ella le pareció terrible, pero su nuera no paraba de decir lo bonito que le parecía. El tendero se rompe y le dice que debe arreglar sus gafas. Prefiere no seguir leyendo. El anciano, a sus 74, decide salir en busca de trabajo, el cual nunca conseguirá. El tendero triste no entiende cómo han podido acabar en esta situación.

La anciana confirma sus sospechas. La van a ingresar en un asilo. Le pide a su hijo que este hecho nunca, nunca, se lo cuente a su padre. Le dice a su hijo: “este será el único secreto que haya tenido con tu padre en toda una vida juntos. No debe enterarse, se le romperá el corazón. No me niegues esto”. El anciano tampoco tendrá buenas noticias. Su hija se ha cansado de él y lo manda a California con otra hermana. Ahora serán miles los kilómetros que los separen.

Saben que con estas decisiones no volverán a verse. Piden a sus hijos un encuentro antes del gran viaje. No habrá más. Lo saben. Tendrán cinco horas juntos para rememorar 50 años de matrimonio. Leo McCarey nos regala magia en la última media hora de metraje. La magia del amor. No es lugar para lloros (solo nosotros lloramos). Ella avisa a su marido de que no quiere que mire el reloj. Se encuentran en Nueva York. 50 años antes habían pasado allí su luna de miel y juntos recrean aquel viaje de ilusión y juventud. Todo es alegría. La alegría de una vida compartida. Hablan de que la felicidad es muy caprichosa. Hay personas que disfrutan al principio de sus vidas, otros al final, otros, poco a poco, a lo largo de los años. Ellos han sido, a pesar de este final, unos privilegiados.

Sentados en la mesa del mismo restaurante que disfrutaron en la luna de miel se enternecen, embriagados por su amor y por el vino. Los vemos de espalda. De fondo, jóvenes parejas bailando. Se van a besar. No lo han hecho durante todo el metraje. Justo cuando sus labios van a juntarse, ella se para. Mira hacia atrás, hacia la cámara, hacia nosotros. Rompe la cuarta pared para decirnos que no, que no se van a besar con público, que eso solo es para ellos.

Tras esta jornada, ya junto al tren, se despiden. Sin decirlo, saben que es para siempre. Se dicen que fue un auténtico placer haberse conocido y un lujo haber podido compartir tantos años juntos. Al fin y al cabo, toda una vida dedicada el uno para el otro. Qué belleza. Ahora sí que se besan. Ya no importa nada ni nadie.

Ese mismo año, 1937, Leo McCarey estrenó en las salas de cine otra película: La pícara puritana. Por ella, McCarey, ganó el Óscar al mejor director. Al recibir el premio dijo: “perdonen, pero se han equivocado de película”.

jueves, 23 de mayo de 2024

Mañana será otro día. Capítulo 18: Los puentes de Madison.

 

Los puentes de Madison (1995)

La novela de Los puentes de madison la escribió Robert James Waller en 1992. Fue un rotundo éxito de ventas. Casi diez millones de copias vendidas en los primeros años, más de 60 millones en la actualidad. Con tales resultados, era lógico que alguien quisiese transformarla en película. Aquí aparece en escena Steven Spielberg para rodar y producir la obra. Ficha para la tarea a Clint Eastwood, que venía de dirigir e interpretar dos obras maestras como son Sin perdón y Un mundo perfecto y vio adecuado el ponerse al mando de otro de los grandes del cine para la ocasión.

Steven Spielberg, cuando todo estaba en marcha y apunto, se baja del carro. Agotado tras rodar la mastodóntica La lista de Schlinder, deja el proyecto al director australiano Bruce Beresford, el cual venía de triunfar con el amable drama Paseando a Miss Daisy. Este quiere de compañera de reparto de Clint a Isabella Rosellini. Eastwood se niega. Él tiene margen de decisión en el reparto, más si cabe tratándose del personaje de Francesca, el cual compartiría prácticamente todo el metraje junto a él. El proyecto comienza a tambalearse y Beresford también abandona. No hay director ni protagonista femenina. Le dicen a Clint que se piense el dirigirla. Este pide 24 horas para pensarlo.

Clint Eastwood acepta, pero con condiciones. Elige un tratamiento del guion diferente al originalmente pensado. La novela original le resulta demasiado empalagosa. Decide que la voz principal, la que cuanta la historia, sea la femenina, la de Francesca (en la novela era Robert). Se incorpora también la figura de los hijos, los cuales conocen, al fallecer su madre, el romance que esta tuvo con un fornido fotógrafo hacía treinta años. Con esta decisión generaba muchas más aristas al relato, pues estos ponen en cuestión sus propias relaciones al conocer, por fin, la verdadera historia de su madre.

Clint, para el papel femenino, solo tenía a una persona en su mente. Francesca debía de ser “la mejor actriz de la historia”, como había dicho John Cazale. Cogió el teléfono y la llamó personalmente. Ella, al descolgar, conoció de inmediato la inconfundible voz de uno de los grandes de Hollywood. Meril Streep dijo que sí, claro.

La película comienza en la casa familiar. Los hijos de Francesca están aturdidos al conocer la infidelidad revelada de su madre. Ella había vivido y muerto al lado de su padre, aun estando enamorada profundamente del amor de su vida, Robert, fotógrafo de National Geographic. Ella lo conoció a mediados de los sesenta, cuando pasados los 40 años, madura, tuvo un “affaire” de 4 días que marcó su corazón y, al fin y al cabo, su vida. Un romance sin fisuras, sin reproches, sin monotonía, pues no pudieron darle el margen temporal que necesitaba para todo ello.

Francesca, a pesar de haber conocido el gran amor de su vida, decidió hacer lo que creía correcto. Para sus hijos, para su marido. En una carta póstuma, les dice a sus hijos: “al final de la vida se van los temores que una llevaba y lo más importante pasa a ser que te conozcan, que quienes me querían sepan quien fui realmente en este breve paso por la vida”.

De repente, nos encontramos a mediados de los 60 y la película nos muestra cómo fue aquella unión entre dos almas que conectaron desde un primer momento. Francesca es ama de casa. Tan tosca como sensual. Vive un tanto aburrida en su pueblito del centro de Estados Unidos. Sus sueños no se han cumplido, pues ha vivido los sueños de su marido (tan típico de otras épocas). Ella es como nuestra madre, pero la que nunca quisimos ver como hijos. La que tenía una vida aparte de cuidarnos y querernos. Con su pasión, con su sexualidad, madura y todavía muy presente. Llega Robert (Clint Eastwood). Está de paso por la zona. Se entienden solo con mirarse. Clint Eastwood le dijo a Meril Streep, al comienzo de la grabación, que quería mucha espontaneidad en las escenas. Esto se percibe todo el metraje. Los dos, durante el mes que duró el rodaje, buscaron respuestas a lo que es el amor para poder contarlo con honestidad. Lo lograron. Nosotros también nos enamoramos junto a ellos.

A mí que me gusta escribir desde las emociones, cuando veo Los puentes de Madison (prácticamente cada año), siempre me derrumbo. Clint, es más humano que cualquier humano. Meril Streep se come la pantalla (y nuestros corazones) a bocados. Nos destrozan con todo su amor con una relación que todos deseamos que hubiese ido más allá. Se lo merecían. Aun así, los comprendemos.

Los puentes de Madison es una película de parajes y de detalles. Las conversaciones de los dos protagonistas se dan o en sencillos pero curiosos puentes o en la casa de Francesca, sin marido e hijos por cuatro días. La apabullante primavera también se encuentra presente. “En mi casa no hay nada prohibido” decía Sabina en “Peor para el sol”. En la casa de Francesca, en esos cuatro días, tampoco. Pero ellos, al contrario que la canción, aunque estuviese prohibido, se enamoran. “Si no quieres que siga, dímelo ahora”, le dice Robert, mientras bailas, antes de que todo vaya a más. “Nadie te está diciendo que no sigas”, responde ella antes de besarlo por primera vez.  Y los detalles… Cómo se tratan Robert y Francesca. El respeto, la madurez, la empatía. Amor adulto.

Y los detalles, son tantos los detalles… Esa mujer, después de conocerlo, en el porche de casa, en la noche, abre su bata para que el viento la acompañe y la alivie de tanta presión comprimida. Arde más que de emoción. O, tras una noche de pasión, hablando ella por teléfono con una vecina, de lo mundano e intrascendente, observa como Robert desayuna en su cocina familiar. Ella le toca con dulzura los hombros. Luego le coloca el cuello de la camisa. Sin palabras, le dice: “escucha, estoy aquí, contigo”. Magistral.

Robert no quiere necesitarla porque no puede tenerla.

Al final, ya con el marido e hijos de regreso, Clint Eastwood nos rompe, de nuevo, el corazón. No importa la de veces que la haya visto, les deseas lo mejor, necesitas que los se unan, que acaben juntos. Se lo merecen. Él está en la calle, bajo la lluvia. Es la última vez que se van a ver si ella no lo remedia. Pero no puede, ella permanece sentada en el asiento de copiloto del coche de su marido. Se miran unos interminables segundos, con Robert empapado bajo la tormenta. En el ambiente hay pregunta, pero no puede haber ninguna respuesta.

Se regalan, eso sí, una sonrisa cómplice. Qué suerte haber amado, aunque fuese por cuatro días. Mentira, no importa, será para siempre. Han vivido algo tan especial, tan puro, tan adorable, que los ha marcado para toda la eternidad. No han podido compartir la vida, pero se han regalado la muerte. Las cenizas de ambos se acaban esparciendo en uno de los puentes de Madison; en el suyo, donde aprendieron a amarse.

Yo, hablando casi como el amigo Clint, afirmo que pocas películas se presentan a uno en la vida de manera tan certera.

jueves, 16 de mayo de 2024

Mañana será otro día. Capítulo 17: La casa.

 

La casa

Me gustan las novelas gráficas. Desde hace décadas las intercalo con la lectura de una narrativa de ficción más tradicional (ensayos, apenas leo). Considero que es un arte, un tanto, entre cine, pintura y literatura. Me gusta. Además, la duración de la lectura de una novela gráfica cubre apenas unas horas y, en determinados momentos, en los que estoy saturado, o no tengo tiempo apenas para nada, recurro a ellas. Hay auténticas joyas. Una buena novela gráfica se debe sustentar en un buen guion, no demasiado extenso, e ilustraciones que sujeten el texto en perfecto equilibrio. 

En este mundo tenemos a Paco Roca (Valencia, 1969), el cual siempre nos regala historias realmente emotivas que logran retorcernos de emociones, nostalgia y que, de una u otra manera, nos provoca una lectura/visionado de su obra siempre reflexiva. Arrugas es su trabajo cumbre. Decenas de miles de comics vendidos junto a todo tipo de premios y reconocimientos. Paco Roca fue capaz de tratar con solvencia, con ternura y con delicadeza, un asunto tan duro (y pocas veces llevado a la pantalla) como es el Alzheimer o la demencia senil (Bicicleta, cuchara, manzana, documental del 2011, también es altamente recomendable). Trató el tema con elegancia y madurez y, como en las mejores historias, también con humor. Maravillosa. Más adelante se llevó la novela gráfica al cine con la adaptación de Ignacio Ferreras, dando resultado a una película conmovedora y ganadora, en la edición correspondiente, de dos premios Goya. El resultado de la película de animación era casi calcado al que nos habíamos encontrado en la novela. Excelente adaptación, sin duda. Absolutamente rigurosa y con un respetuoso trabajo de animación.

En 2016, Paco Roca saca La casa, obra que tuve la suerte de leer el año de su publicación. Bendita biblioteca pública, la de la Plaza de España de Ferrol, la cual cuenta con una impresionante colección de novelas gráficas de todo tipo de géneros. A los lectores de las susodichas nos facilita la vida, pues el precio de estas suele ser bastante elevado. La lectura de La casa, en cuanto a tono y temática, se aproximaba a otra joya de la narrativa llamada La casa del álamo, escrita en 1997 por la escritora japonesa Kazumi Yumoto (buscadla, esa novela merece, también, muchísimo la pena).  La casa, de Paco Roca, me sorprendió.  Consigue sacar emociones, dulzura, de lo cotidiano y del humilde pasado con el que todos contamos. En la obra se relata el regreso de tres hermanos a la casa familiar, un año después de la muerte del padre. La historia, con un fuerte carácter autobiográfico, te agarra desde sus primeras páginas. La intención de los hermanos es vender la casa y solventar “ese problema”. Allí, en ese espacio común, todos juntos, aparecen los recuerdos, la infancia, el amor familiar…Hablaba, al fin y al cabo, de todas las marcas que quedan grabadas, para siempre, en esos momentos que fuimos niños. Hablaba de la familia, esa que, de una u otra forma, hace que seamos quienes somos en la actualidad. La infancia, sin duda, para bien y, para algunas personas, para mal, es la patria, es la raíz, es el único lugar en donde podemos encontrar respuestas a nuestras preguntas actuales. Paco Roca, de nuevo, victorioso. Qué preciosidad.

Pues esta semana, buscando peli en la renovada cartelera, me encuentro el estreno de esta adaptación cinematográfica de la que no sabía nada. Qué alegría.

La película la dirige Álex Montoya. Creo que cuando nos enfrentamos a películas que son una adaptación literaria a la cual, de una u otra manera, amamos, lo que se espera de ellas, la impresión generada por la obra inicial, marca sin duda el resultado del visionado. Casi siempre es así.

El punto de partida de La casa parece el mismo que el de la novela gráfica, pero nada más lejos de la realidad. Cada una de las versiones tiene un enfoque diferente en cuanto a la narración de la misma. En la novela gráfica, el hermano mediano, José, era el claro hilo conductor. Hijo que, por sorpresa para el resto de la familia, ha encontrado el éxito como escritor. Este siente remordimientos por el poco caso que hizo a su padre en los tiempos donde el anciano ya se estaba yendo. En el transcurso de la novela, José, va recorriendo el pasado de su familia a través de ese edificio que su padre había construido con tanto esfuerzo, cuando él apenas levantaba un palmo del suelo. En un proceso de descubrimiento personal, junto a su novia y sus hermanos, se sumerge en la búsqueda del sentido de eso que llamamos familia. También a la relación que tuvo con su padre fallecido, para luego avanzar en la familia que queda, ya sin los mayores. Es decir, lo que a todos nos ocurre tarde o temprano.

Álex Montoya calca, imagen por imagen, muchas escenas del cómic. En cambio, toma de referencia para contar la historia a cada uno de los hermanos, pasando los secundarios al primer plano. Es una obra mucho más coral y ahí, en mi humilde opinión, se pierde. Esta visión más global, aunque con momentos brillantes, realmente tiernos, no ayuda a darle sentido a lo que estamos viendo en pantalla. La película nos deja retazos de algo amable y agradable, sin ir más allá. Creo que la forma de acercarse a algo tan complejo como “la familia” es más creíble, más certero, cuando se intenta desde un solo punto de vista. Los que tenemos hermanos sabemos que cada uno tiene su forma de ver, de entender, el nido donde crecimos. Cada uno con su verdad, con su interpretación de lo vivido. Esas “verdades” nos acercan a una más universal. La visión más amplia, el querer abarcarlo todo, hace que se diluya el fondo de lo tratado. La película es una obra menor a la originalmente planteada por Paco Roca.

Si no hubiese leído el relato, si apareciese virgen antela película, estoy seguro que hablaría mucho más de sus virtudes. De esas pequeñas conversaciones familiares que aparecen en la película que, de alguna manera, nos llevan hasta nuestras familias. Hablaría de la capacidad de La casa para reflejar los recuerdos en espacios físicos, sea debajo de una higuera o en un trozo de cemento firmado por “los nosotros niños” de hace décadas. Qué bonito y que bien retratado. Sin duda hablaría del maravilloso cuadro actoral de la película. Empezando por David Verdaguer, con el cual ya había alucinado con la notable Saben aquell de David Trueba, biopic del gran Eugenio, con un maravilloso regusto dulce y melancólico a la vez. Espléndido Óscar de la Fuente, como Vicente, el hermano mayor y María Romanillos que hace de su hija. Mencionar también al padre muerto, siempre vivo en los recuerdos de sus hijos, interpretado por Luis Callejo. Lo conoceremos en diferentes flashbacks a lo largo de más de treinta años. Gran trabajo de maquillaje, por cierto.

Quizás debería haber hablado de todo esto último, pero es que no puedo quitarme de la cabeza el trabajo sobresaliente de Paco Roca en la novela gráfica, frente a este buen trabajo de Álex Montoya (en determinantes momentos notable).

Si no hubiese leído antes la novela gráfica… me habría perdido una obra magistral de la sencillez, de lo común, de la familia, de los adioses, del paso del tiempo. Con temas tan complejos como los citados, Paco Roca encontraba respuestas, más bien, su respuesta que, de alguna manera, era la de cada uno de nosotros. En la película solamente llegamos a hacernos preguntas, eso sí, buenas preguntas.