Dejad paso al mañana (1937)
Cuando te enfrentas a un clásico no solo te paras a observar la obra. Con la película viajamos a la época en la que fue grabada para poder así comprender correctamente los códigos, los mensajes, el momento histórico .... Algunos grandes filmes han envejecido mal por este hecho, pues resulta imposible empatizar con personajes o situaciones desde nuestros ojos asentados en la actualidad. Un ejemplo de esto sería el personaje de Mcmurphy (Jack Nicholson) en Alguien voló sobre el nido del cuco. Nos acercamos a sus penurias, a la injusticia que vive tras las murallas del terrible manicomio donde acabará siendo lobomotizado…Al fin y al cabo el “pobre” solo se había hecho pasar por “loco” para reducir la pena que le habían impuesto. Mcmurphy había sido condenado por haber violado a una muchacha de 15 años (por cierto, no era la primera vez). Ahora, por suerte, con una temática similar, el personaje nos produciría rechazo automático desde el primer instante.
Los años pasan y no siempre para mal.
Pues bien, la película que hoy os traigo a esta sección dominical, aunque esté cerca de cumplir 90 añazos, toca un tema muy vigente hoy en día: la vejez y las dificultades que esta entraña. Está dirigida por uno de los grandes directores de la historia del cine: Leo McCarey. No sé muy bien por qué no es tan recordado como Billy Wilder, Frank Capra o John Ford, aunque tenga en su haber 3 premios Óscar de la Academia y cuente en su filmografía con un puñado de obras maestras como Sopa de gansos (1933), sí, la de los hermanos Marx, Tú y yo (1939) o Algo para recordar(1957), que viene siendo la misma película con 20 años de diferencia y que originó el mito de pedir matrimonio en lo alto del Empire State (también diría que sentó las bases de la moderna comedia romántica). Preciosas también las dos partes de las andanzas de ese cura progresista, generoso y amable, llamado Chuck O´Malley el cual conocimos en Siguiendo mi camino ( 1944) y en Las campanas de Santa María (1945). Por cierto, cuando George Bailey (James Stewart) corre desenfrenado hacia su hogar, en la parte final de Qué bello es vivir (1946, Frank Capra), pasa por delante de un cine donde podemos ver el cartel de la película de Las campanas de Santa María. Sin duda, Frank Capra y Leo McCarey eran de la misma escuela.
Pues bien, hablemos un poco de la joya que hoy os traigo. Una pareja de ancianos se ven inmersos en el otoño de su vida en una situación nunca antes imaginada. Él lleva cuatro años sin trabajar y la pareja se queda sin su casa de toda la vida. Sí, hablamos de un desahucio de unos ancianos generado por un banco. El anciano lo interpreta Victor Moore, el cual tenía 62 años en el momento de la grabación. Ella, la actriz Beulah Bondi tenía 49 años (ups). Gran trabajo de caracterización, sin duda.
Reúnen a sus hijos para contarles la situación. También para pedirles un lugar donde alojarse los años que les quedan. Sus hijos, incrédulos, entienden que, de alguna manera, este hecho les trastoca sus vidas. Para sorpresa de la pareja de ancianos, sus hijos no les ofrecen la posibilidad de ir a vivir juntos, sino que se irán a casas diferentes, con diferentes hijos, a más de 500 km de distancia. Después de más de 50 años de casados se ven abocados a la separación. Ellos asumen la decisión de sus descendientes. No quieren juzgarles. Han depositado su vida en ellos y ahora sus hijos toman las decisiones. Al fin y al cabo, son su proyecto y no quieren pensar que sea fallido.
Todo esto en el primer cuarto de hora de la película. Después de esto, una hora que nos romperá el corazón. Conocemos la nueva vida de los dos ancianos separados a cientos de kilómetros. Ambos son un estorbo para sus hijos. Estos les habían prometido que la separación sería temporal, pero los meses pasan y las comunicaciones apenas son en alguna llamada telefónica (en aquella época carísimas) o por carta. Al anciano se le han roto sus gafas y ya no tiene cómo leerlas. Le pide a su amigo, el tendero (Maurice Moscovich, el cual recordamos en su papel de El gran dictador), que por favor le lea la carta de su mujer. Accede. Ella le cuenta cómo es su vida y cómo su hijo y su nuera la han llevado a conocer un asilo. A ella le pareció terrible, pero su nuera no paraba de decir lo bonito que le parecía. El tendero se rompe y le dice que debe arreglar sus gafas. Prefiere no seguir leyendo. El anciano, a sus 74, decide salir en busca de trabajo, el cual nunca conseguirá. El tendero triste no entiende cómo han podido acabar en esta situación.
La anciana confirma sus sospechas. La van a ingresar en un asilo. Le pide a su hijo que este hecho nunca, nunca, se lo cuente a su padre. Le dice a su hijo: “este será el único secreto que haya tenido con tu padre en toda una vida juntos. No debe enterarse, se le romperá el corazón. No me niegues esto”. El anciano tampoco tendrá buenas noticias. Su hija se ha cansado de él y lo manda a California con otra hermana. Ahora serán miles los kilómetros que los separen.
Saben que con estas decisiones no volverán a verse. Piden a sus hijos un encuentro antes del gran viaje. No habrá más. Lo saben. Tendrán cinco horas juntos para rememorar 50 años de matrimonio. Leo McCarey nos regala magia en la última media hora de metraje. La magia del amor. No es lugar para lloros (solo nosotros lloramos). Ella avisa a su marido de que no quiere que mire el reloj. Se encuentran en Nueva York. 50 años antes habían pasado allí su luna de miel y juntos recrean aquel viaje de ilusión y juventud. Todo es alegría. La alegría de una vida compartida. Hablan de que la felicidad es muy caprichosa. Hay personas que disfrutan al principio de sus vidas, otros al final, otros, poco a poco, a lo largo de los años. Ellos han sido, a pesar de este final, unos privilegiados.
Sentados en la mesa del mismo restaurante que disfrutaron en la luna de miel se enternecen, embriagados por su amor y por el vino. Los vemos de espalda. De fondo, jóvenes parejas bailando. Se van a besar. No lo han hecho durante todo el metraje. Justo cuando sus labios van a juntarse, ella se para. Mira hacia atrás, hacia la cámara, hacia nosotros. Rompe la cuarta pared para decirnos que no, que no se van a besar con público, que eso solo es para ellos.
Tras esta jornada, ya junto al tren, se despiden. Sin decirlo, saben que es para siempre. Se dicen que fue un auténtico placer haberse conocido y un lujo haber podido compartir tantos años juntos. Al fin y al cabo, toda una vida dedicada el uno para el otro. Qué belleza. Ahora sí que se besan. Ya no importa nada ni nadie.
Ese mismo año, 1937, Leo McCarey estrenó en las salas de cine otra película: La pícara puritana. Por ella, McCarey, ganó el Óscar al mejor director. Al recibir el premio dijo: “perdonen, pero se han equivocado de película”.