lunes, 23 de septiembre de 2024

Mañana será otro día. Capítulo 36: Bitelchús Bitelchús

 

Bitelchús Bitelchús

La verdad, poca gente esperaba, a estas alturas, el regreso del mejor Tim Burton.  Esta segunda parte de Bitelchús, más bien, asustaba un poco. Todos, para nuestra sorpresa y para felicidad, nos equivocamos. Tim Burton ha vuelto a ser él, después de 20 años perdido en el mundo digital y en la falta de ideas.

Muchos de nosotros crecimos junto a la obra de Tim Burton. Él nos regaló un imaginario único y nos hizo más llevadero el paso de los 80 a los 90. Hagamos un poco de memoria antes de centrarnos en la película que hoy os traigo. Con Bitelchús (1988) lo conocimos todos, presentándonos una oscura historia de fantasmas impregnada con muchísimo humor y algunas escenas antológicas. En ella estaba Michael Keaton dando vida al personaje más gamberro que haya interpretado una estrella de Hollywood. También en ella conocimos a una jovencísima Winona Ryder. Un año después, Keaton y Burton repiten juntos y nos presentan Batman (1989), magnífica visión del hombre murciélago y sobresaliente recreación de ese gótico Gotham que solo habíamos disfrutado en los comics (y en la cutrilla serie de los años 60 protagonizada por Adam West tantas veces repuesto en la TVG). Después de este taquillazo, Tim Burton, para mí, nos ofrece su obra más completa, la más identificativa de su universo y una de las obras más románticas del séptimo arte: Eduardo Manostijeras. Los 90 fueron muy buenos (Ed Wood, Mars Attacks…) pero a inicios de los 2000, exceptuando la notable La novia cadáver y la magistral Big Fish (hemos visto muy pocos homenajes en el cine como el que aquí Tim Burton brinda a su padre recientemente fallecido), percibimos en el autor agotamiento, la ausencia de esa visión tan peculiar con la que nos había engatusado. A su vez, lo vimos perderse en el mundo digital. Todos los decorados físicos expresionistas de los cuales habían hecho gala sus películas son transformados en horrorosos mundos digitales que según pasa el tiempo, peor se ven. Anótense las dos partes de Alicia en el país de las maravillas (la segunda parte la produjo) para tal afirmación. Parecía el director perfecto para abordar la obra de Lewis Carroll y finalmente ha quedado un díptico mediocre y muy fácil de olvidar. Mejor no nombrar las siguientes películas de Burton; no vale la pena.

Y ahora, en nuestras pantallas, Bitelchús, Bitelchús, segunda parte del filme que lo catapultó a la fama hace 36 años. La tendencia en el Hollywood actual es hacer un reboot o un remake encubierto. Contar la misma historia con un barniz de la nueva época, meter a viejos personajes que pasan por ahí a saludar y todos a hacer caja con la maldita nostalgia…Tim Burton no ha hecho eso. Gracias. Con esta nueva historia del afamado demonio, interpretado de nuevo por Michael Keaton, ha construido una auténtica segunda parte, real, un avance en la historia que ya conocíamos y bebiendo de la misma esencia gamberra de la original Bitelchús. Se ha apoyado en lo que mejor funcionaba de aquella, ha sido fiel a sí mismo, y recupera, por fin, la mano mágica que tanto lo caracterizó. De primeras, ya un acierto contar con Danny Elfman para su banda sonora. Sin él su filmografía no sería lo mismo. Cuenta con el reparto casi al completo del primer film, a excepción de la pareja de jóvenes fantasmas formada por Alec Baldwin y Geena Davis.  Entiendo que el turbio asunto en el que está metido el mayor de los Baldwin, después del homicidio involuntario de la directora de fotografía de una de sus películas, Halyna Hutchins, ha tenido algo que ver en la decisión. Algo parecido ocurre con Jeffrey Jones, el padre de Winona Ryder en la primera película. A día de hoy es un actor cancelado, después de ser condenado por poseer contenido pedófilo en su casa y otras oscuras cuestiones. Tim Burton sabe convertir los problemas en virtudes y para suplir al actor, que no al personaje, hace magia y logra un efecto realmente divertido, además de hacer desencadenar la historia, pues toda la familia vuelve a la casa victoriana donde se aloja el demonio Bitelchús, para celebrar el funeral del padre de familia.

Bitelchús Bitelchús es una notable película de humor fantástico (la primera tampoco era sobresaliente); menos oscura que la original, pero de tono incluso más divertida. Un gran punto a favor de la película es el carisma del grupo de intérpretes que acompañan a Tim Burton. Se percibe que todos se lo han pasado pipa. Michael Keaton está realmente juguetón con su personaje y logra hacer que nos olvidemos del paso del tiempo. Nos sigue haciendo reír y mucho. Y reírse, ya lo sabemos todos, es un maravilloso bien a valorar en nuestras vidas. También brilla en la película Catherine O´Hara (de nuevo como madre de Winona) y aparece en escena para esta secuela el gran Willem Dafoe. Qué grande, qué divertido en su papel de detective. La única(pequeña)pega es que no todas las tramas abiertas funcionan al mismo nivel y, cuando nos alejamos de la casa encantada, en ocasiones baja un tanto el nivel del conjunto. Aun así, para contrarrestar estos detalles, Burton nos deslumbra en el metraje con escenas en blanco y negro portentosas, stop motion sorprendente y divertido y, de nuevo, números musicales que guardaremos en el recuerdo.

Tim Burton lo ha logrado. Nos ha hecho regresar a la atmósfera de la película original, sin pretender copiarse y así, hacer las delicias del personal. Una grata sorpresa, ojalá que Tim Burton continúe en este camino y nos regale nuevas películas como esta.

lunes, 16 de septiembre de 2024

Mañana será otro día. Capítulo 35: El 47

 

El 47

Dignidad. Una y otra vez recorre esta palabra por nuestra cabeza mientras asistimos a la preciosa última película de Marcel Barrena, El 47. En la Declaración Universal de los Derechos humanos (1948), en su preámbulo, se declara que la dignidad es intrínseca a todo ser humano y que cada ser humano nace libre e igual en derecho y dignidad. Manolo Vital, lo tiene más que asumido. Inmigrante extremeño que, como tantos, huyó de la miseria de los campos y los señoritos (años 50 y 60) y se marchó hacia la gran ciudad en busca de un futuro mejor; en su caso a Barcelona. En el extrarradio de la ciudad, multitud de extremeños y andaluces, junto a Manolo Vital, levantaron con sus propias manos chabolas que, poco a poco, se fueron convirtiendo en casas. Así nació el barrio de Torre Baró. Barrio construido con sudor, esfuerzo, ilusión y lágrimas.

Nos encontramos ahora en 1978, 20 años después de la construcción del citado barrio. Las condiciones de este han mejorado, pero los vecinos siguen sin escuela, carreteras asfaltadas, médico, transporte público, etc. Son los olvidados; ciudadanos de tercera. Manolo, desde su llegada a Barcelona, es conductor de autobús, de la línea 47 para ser exacto. El movimiento vecinal reclama un autobús para su barrio. El ayuntamiento les dice que es imposible que un autobús pueda subir las cuestas que llevan a este. Nuestro protagonista se empeña en desmontar la mentira, en hacer entender por las buenas o por las malas, que los vecinos de Torre Baró también son de Barcelona y que sus reclamaciones no son “pasatiempos”.  “¿Quién va a querer subir hasta allá arriba?”, le pregunta un funcionario público en determinado momento. “Fácil, los que bajaron por la mañana para ir a trabajar”, responde Manolo.

Marcel Barrena, director de El 47, ya había logrado emocionarme en 100 metros, película de superación protagonizada por Dani Rovira y Karra Elejalde. Ahora, poniendo en escena esta historia de rebeldía de todo un barrio, historia real de las que nunca deben quedar en el olvido, sube enteros y nos entrega un filme emocionante, certero y que huele a verdad. El 47 cuenta su historia con calma, sin artificios. Así, gota a gota, nos va llenando y convenciendo. Cuando llegamos al final del film, el vaso rebosa y esas gotas se transforman en lágrimas.

Una buena puesta en escena, una historia de las que a cualquier hijo o hija de familia trabajadora acaricia el corazón y un reparto magnífico, encabezado por el colosal Eduard Fernández. Qué actor, por favor; para mí, el mejor actor español de la última década. Cada uno de sus papeles los llena, los matiza, los decora de una forma maravillosa. No importa que se encuentre a la orden de Álex de la iglesia (Perfectos desconocidos, 30 monedas), con Alejandro Amenábar (Mientras dure la guerra) o Oriol Paulo (Los renglones torcidos de Dios). Él agarra al personaje y le da la fuerza, el carácter, que solo él sabe regalarles. Sin duda, es uno de sus mejores papeles y su trabajo huele a Goya por todos los lados. A su lado Clara Segura interpretando a Carmen, la mujer de Manolo. Ella era monja, pero conoció a Manolo y abandonó su matrimonio con Dios por juntarse con este pequeño héroe de la clase trabajadora. Esta relación, al conocerla en pantalla, hizo que me acordase de otro “imprescindible”, pero esta vez de Ferrol, nuestra ciudad; el ya fallecido Vicente Couce. Antiguo párroco de Santa Marina (él me bautizó), comprometido al máximo con sus vecinos, con la clase trabajadora, con las libertades, con la Democracia... En el documental 10 de marzo recordaba las palabras que le había dicho su padre en el momento de unirse a la iglesia católica: “Hoxe que te unes a Deus, non te olvides que es o meu fillo, pero máis es fillo da clase obreira”. Él, al igual que el personaje de Carmen, colgó los hábitos por amor. En su caso, por Sabela que, al igual que el personaje de Carmen, fue una profesora vocacional, de las que no necesitan escuelas para ser maestras.

En El 47 también se aborda el choque generacional dentro de las familias del vecindario. La película lo retrata de manera certera y le da, en este sentido, un final de 10. Gallo rojo, gallo negro... Cómo hacer entender a tu hija que no sienta vergüenza por ser de una familia tan humilde. Cómo hacer que hasta se sienta orgullosa del mundo al que pertenece.

El 47 me parece una película tierna, amable, bonita y a la vez con garra, valiente y emocionante. De las que nos muestran esos pequeños héroes que, viniendo desde el más humilde de los mundos, logran unir a sus iguales y les hace entender, como dice Manolo en un momento dado de la película que, en ocasiones, ante las injusticias, “hay que liarla”.  Viendo El 47 pensé en Luna de Avellaneda, del gran Juan José Campanella. Como en ella, la lucha, las injusticias socio políticas se abordan desde el lado más humano. En ambas se nos muestra la necesidad de pelear contra lo injusto, de no ser entes pasivos. De saber apoyarse en nuestros vecinos, en nuestros compañeros…

El 47 reitera que la dignidad, sin duda, no se mide con las monedas que tiene uno en el banco; es otra cosa.

Vayan a verla, merece mucho la pena.


domingo, 8 de septiembre de 2024

Mañana será otro día. Capítulo 34: Espartaco

 

Espartaco (1960)

Tenía 8, quizás 9 años. No más. Pasaba la semana santa en casa de mis tíos, junto a primos y demás familia. Era por la tarde, en la sobremesa. Años 80. Época donde la televisión estaba siempre puesta y, en ocasiones, se le prestaba atención. Por aquel entonces, no existía alarma por el tiempo de exposición a pantallas. Solamente había dos tipos de estas. La pantalla de casa, que en tantas ocasiones ejercía de niñera y la de los cines, que ya era otro asunto. Era el extra, la magia.

Los niños y niñas de los 80 tragábamos de todo en la televisión. Los que crecimos junto a ella, lo sabemos. Vimos Robocop, todas las de Bruce Lee y hasta las malas de la Cannon; las parafascistas películas del casi anciano Charles Bronson en la saga “Yo soy la justicia”. Estas últimas las veíamos en el video VHS que teníamos en casa y habían sido alquiladas por nuestros padres. Con ellos las veríamos. Otros tiempos…

Que emitiesen Espartaco en la tele, en Semana Santa, no resultaba extraño. Lo raro, para mi familia, era que yo, tan pequeño, me dispusiese a verla con tanta atención. Así arrancó aquella tarde en familia que todavía recuerdo.

¿Qué es un esclavo?, seguro que pregunté. Quizás me respondieron “los que no tienen nada, hijo mío”. Allí estaba mi nuevo héroe, Espartaco, pasándolas canutas. Le miraban los dientes, como le hacían a los caballos de las ferias a las que iba con mi abuelo. No entendía nada. “La vida media de un gladiador es de cinco a diez años…”, “Veo que no eres tonto, Espartaco, sino inteligente. Eso peligroso para un esclavo”. Me dolían aquellas palabras. Decían que mi nuevo amigo moriría pronto.

El filme, cuando aún no había llegado a la hora de metraje, ofreció el primer gran golpe. Espartaco ya era gladiador. Se enfrentaba a otro, con la especialidad de reciario, nacido en Libia, llamado Draba. Emitían el emblemático “Los que van a morir te saludan”. Espartaco, con su espada, y el gladiador negro, con un tridente y una red, se debatían entre la vida y la muerte. Aun siendo buenos compañeros, debían luchar a muerte para entretenimiento de unos acomodados romanos. “¿Por qué no lo mata? ¡Mátalo imbécil! ¡Mátalo!”  gritaban dos insoportables jovencitas desde sus púlpitos mientras sostenían unas preciosas copas llenas de vino. Ellas habían escogido los combatientes y ahora elegían la muerte de Espartaco. Draba, jadeando, miraba a los ojos de su compañero, mientras el pobre Espartaco tan solo esperaba una muerte que tantas veces se le había acercado. El joven negro sacó su tridente del cuello de Espartaco y poco a poco se fue hacia el centro de la jaula de arena mirando con tensión hacia aquellos amos que nunca lo fueron en su corazón. De repente, Draba, lanzó su tridente contra los malditos romanos, en vez de presionar el cuello de Espartaco. Subía la valla. Iba contra ellos, sabiendo que irremediablemente moriría en el intento. Primera lágrima. Draba prefirió morir antes que seguir el juego a aquellos desalmados.

Pasaban las horas y el ejército de gladiadores disfrutaba de la libertad. Había surgido el amor entre Espartaco y Varinia, la joven esclava que había hechizado a aquel noble hombre desde el momento en que se conocieron. Yo vitoreaba todas las pequeñas victorias que iban ganando aquellas personas que tan solo luchaban por su libertad y la de los suyos. Antonino (Toni Curtis), noble compañero de Espartaco (Kirk Douglas), recitó un precioso poema que, en mi infancia, no pude entender. Había sido escrito por el guionista Dalton Trumbo. Casi le da algo cuando, en la proyección, vio que el poema no estaba íntegro. Él, gracias a esta película, y sobre todo al empeño de la súper estrella Kirk Douglas, pudo salir de la lista negra de Hollywood en la que estaba inscrito, en plena caza de brujas, y figurar en los créditos de la película como guionista. Me emocioné cuando, tras el poema, escuché salir de los labios de mi héroe: “Tú no lucharás, tú recitarás versos”. El apuesto Toni Curtis le respondía que él había venido a luchar, pero Espartaco fue contundente: “Luchar sabe cualquiera…, Antonino, hay tiempo para luchar y tiempo para cantar…Tú, recitarás versos”.

Y llegó la batalla entre el ejército de esclavos y los poderosos romanos y, como siempre, perdimos los buenos. Yo observaba, atónito, los centenares de cuerpos tumbados en el suelo; los compañeros, que ellos decían amigos, de Espartaco. Los supervivientes en la ladera de la colina, sentados, esperaban la resolución dictaminada por aquellos malditos romanos. Les ofrecían vivir, de nuevo, como esclavos, si Espartaco revelaba su identidad. Si no era así, serían todos crucificados. Espartaco dijo a un compañero que ser esclavo no era una vida, que prefería morir a volver a eso. El eterno Kirk Douglas levantó su enorme cuerpo y dijo: “Yo soy Espartaco”, pero no unos pocos, sino todos, se levantaron repitiendo la misma frase: “Yo soy Espartaco”, “Yo soy Espartaco” ...

Yo no podía parar de llorar. Y aún quedaban más lágrimas. La batalla obligada entre Espartaco y Antonino (matar a tu amigo para que no sufra) y la crucifixión de Espartaco. Allí, en una cruz, después de días agonizando, Espartaco pudo ver a su amada escapando junto al hijo de ambos. Aquella era su victoria. Su hijo, cuando menos, sería un hombre libre.

Acabó la película. Aquel día sentí que lo visto no era un simple entretenimiento. Había más. Mi familia no comprendía cómo había podido aguantar, sin pestañear, los 196 minutos de metraje. Aquel día, ya lejano, comencé a amar el cine. Espartaco me cambió. En aquella época no me interesaban las broncas que tuvieron Kubrick y Kirk Douglas durante su grabación. Yo, tras su visionado, solo tenía lágrimas (que durante horas no pudieron ser calmadas por mis padres) y una sola pregunta que todavía hoy me ronda la cabeza: ¿Por qué se muere Espartaco? ¿Por qué se muere Espartaco? ¿Por qué se muere Espartaco?...