Espartaco (1960)
Tenía 8, quizás 9 años. No más. Pasaba la semana santa en casa de mis tíos, junto a primos y demás familia. Era por la tarde, en la sobremesa. Años 80. Época donde la televisión estaba siempre puesta y, en ocasiones, se le prestaba atención. Por aquel entonces, no existía alarma por el tiempo de exposición a pantallas. Solamente había dos tipos de estas. La pantalla de casa, que en tantas ocasiones ejercía de niñera y la de los cines, que ya era otro asunto. Era el extra, la magia.
Los niños y niñas de los 80 tragábamos de todo en la televisión. Los que crecimos junto a ella, lo sabemos. Vimos Robocop, todas las de Bruce Lee y hasta las malas de la Cannon; las parafascistas películas del casi anciano Charles Bronson en la saga “Yo soy la justicia”. Estas últimas las veíamos en el video VHS que teníamos en casa y habían sido alquiladas por nuestros padres. Con ellos las veríamos. Otros tiempos…
Que emitiesen Espartaco en la tele, en Semana Santa, no resultaba extraño. Lo raro, para mi familia, era que yo, tan pequeño, me dispusiese a verla con tanta atención. Así arrancó aquella tarde en familia que todavía recuerdo.
¿Qué es un esclavo?, seguro que pregunté. Quizás me respondieron “los que no tienen nada, hijo mío”. Allí estaba mi nuevo héroe, Espartaco, pasándolas canutas. Le miraban los dientes, como le hacían a los caballos de las ferias a las que iba con mi abuelo. No entendía nada. “La vida media de un gladiador es de cinco a diez años…”, “Veo que no eres tonto, Espartaco, sino inteligente. Eso peligroso para un esclavo”. Me dolían aquellas palabras. Decían que mi nuevo amigo moriría pronto.
El filme, cuando aún no había llegado a la hora de metraje, ofreció el primer gran golpe. Espartaco ya era gladiador. Se enfrentaba a otro, con la especialidad de reciario, nacido en Libia, llamado Draba. Emitían el emblemático “Los que van a morir te saludan”. Espartaco, con su espada, y el gladiador negro, con un tridente y una red, se debatían entre la vida y la muerte. Aun siendo buenos compañeros, debían luchar a muerte para entretenimiento de unos acomodados romanos. “¿Por qué no lo mata? ¡Mátalo imbécil! ¡Mátalo!” gritaban dos insoportables jovencitas desde sus púlpitos mientras sostenían unas preciosas copas llenas de vino. Ellas habían escogido los combatientes y ahora elegían la muerte de Espartaco. Draba, jadeando, miraba a los ojos de su compañero, mientras el pobre Espartaco tan solo esperaba una muerte que tantas veces se le había acercado. El joven negro sacó su tridente del cuello de Espartaco y poco a poco se fue hacia el centro de la jaula de arena mirando con tensión hacia aquellos amos que nunca lo fueron en su corazón. De repente, Draba, lanzó su tridente contra los malditos romanos, en vez de presionar el cuello de Espartaco. Subía la valla. Iba contra ellos, sabiendo que irremediablemente moriría en el intento. Primera lágrima. Draba prefirió morir antes que seguir el juego a aquellos desalmados.
Pasaban las horas y el ejército de gladiadores disfrutaba de la libertad. Había surgido el amor entre Espartaco y Varinia, la joven esclava que había hechizado a aquel noble hombre desde el momento en que se conocieron. Yo vitoreaba todas las pequeñas victorias que iban ganando aquellas personas que tan solo luchaban por su libertad y la de los suyos. Antonino (Toni Curtis), noble compañero de Espartaco (Kirk Douglas), recitó un precioso poema que, en mi infancia, no pude entender. Había sido escrito por el guionista Dalton Trumbo. Casi le da algo cuando, en la proyección, vio que el poema no estaba íntegro. Él, gracias a esta película, y sobre todo al empeño de la súper estrella Kirk Douglas, pudo salir de la lista negra de Hollywood en la que estaba inscrito, en plena caza de brujas, y figurar en los créditos de la película como guionista. Me emocioné cuando, tras el poema, escuché salir de los labios de mi héroe: “Tú no lucharás, tú recitarás versos”. El apuesto Toni Curtis le respondía que él había venido a luchar, pero Espartaco fue contundente: “Luchar sabe cualquiera…, Antonino, hay tiempo para luchar y tiempo para cantar…Tú, recitarás versos”.
Y llegó la batalla entre el ejército de esclavos y los poderosos romanos y, como siempre, perdimos los buenos. Yo observaba, atónito, los centenares de cuerpos tumbados en el suelo; los compañeros, que ellos decían amigos, de Espartaco. Los supervivientes en la ladera de la colina, sentados, esperaban la resolución dictaminada por aquellos malditos romanos. Les ofrecían vivir, de nuevo, como esclavos, si Espartaco revelaba su identidad. Si no era así, serían todos crucificados. Espartaco dijo a un compañero que ser esclavo no era una vida, que prefería morir a volver a eso. El eterno Kirk Douglas levantó su enorme cuerpo y dijo: “Yo soy Espartaco”, pero no unos pocos, sino todos, se levantaron repitiendo la misma frase: “Yo soy Espartaco”, “Yo soy Espartaco” ...
Yo no podía parar de llorar. Y aún quedaban más lágrimas. La batalla obligada entre Espartaco y Antonino (matar a tu amigo para que no sufra) y la crucifixión de Espartaco. Allí, en una cruz, después de días agonizando, Espartaco pudo ver a su amada escapando junto al hijo de ambos. Aquella era su victoria. Su hijo, cuando menos, sería un hombre libre.
Acabó la película. Aquel día sentí que lo visto no era un simple entretenimiento. Había más. Mi familia no comprendía cómo había podido aguantar, sin pestañear, los 196 minutos de metraje. Aquel día, ya lejano, comencé a amar el cine. Espartaco me cambió. En aquella época no me interesaban las broncas que tuvieron Kubrick y Kirk Douglas durante su grabación. Yo, tras su visionado, solo tenía lágrimas (que durante horas no pudieron ser calmadas por mis padres) y una sola pregunta que todavía hoy me ronda la cabeza: ¿Por qué se muere Espartaco? ¿Por qué se muere Espartaco? ¿Por qué se muere Espartaco?...
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