miércoles, 19 de julio de 2023

La nueva fábrica de lápices. Mañana no es un nuevo día.



Tengo la suerte de participar, junto a un estupendo grupo de escritores/as ferrolan@s, en este proyecto llamado "La nueva fábrica de lápices".
Ferrol es el eje, la idea por la que nos movemos en cada uno de los relatos.
Yo aporto, seguramente, el más urbano y decadente de todos. Se llama: "Mañana no es un nuevo día".
 

La Nueva Fábrica de Lápices es la antología, ya disponible en vuestras librerías, que incluye mi relato: "Mañana no es un nuevo día". En él aportamos, l@s  autores/as, diferentes aristas de lo que para nosotr@s es Ferrol.
Yo soy un enamorado de nuestra ciudad. Mis compañeras de trabajo en A Coruña, mis amig@s de fuera, mis vecin@s ferrolan@s, lo saben.
Veo el color, las ventajas, la belleza de nuestra zona, lo peculiar de sus habitantes...pero este amor no me produce ceguera, ni me provoca ausencia de crítica ante lo que veo y vivo.
Digo todo esto porque en el relato que presento en esta obra, hablo de una de las pestes que azotan nuestra comarca desde los años ochenta.
Sin duda, un paisaje que no nos gustaría que existiese, pero que está ahí y tiene sus propias historias.
Para este trabajo, aunque el resto de la obra está genialmente ilustrada por Araceli Paz, a mí me dejaron contar, para mi relato, con una ilustración de mi gran amigo Fernando Ocampo.
Ya son muchos los años de amistad  y muchos, muchísimos, los trabajos que hemos realizado conjuntamente.  A destacar tres radioteatros donde Fer aportó sus ilustraciones y sus actuaciones e infinidad de obras de teatro que realizamos los dos, bajo la dirección de Don José Torregrosa, para los escolares del Colegio Ludy.
Pues eso, que si en LODO (2020, Edicións Imaxinarias), aportaba Víctor G. Novás su talento, en La Nueva Fábrica de Lápices, en mi relato, lo hace otro grande: Fernando Ocampo Montesinos.
Espero que os guste.


domingo, 15 de enero de 2023

Adios, Virucha.

 

Estos días se nos marchó Virucha.
"Son unha larpeira”, decía mi abuela, pocas horas antes de morir, mientras degustaba como si fuese un ratoncito, a minúsculos trozos, una gominola italiana. Eran sus favoritas por ser tan jugosas y fáciles de masticar.
Las últimas semanas, en el hospital, me contaba (y a sí misma) que había sido una buena mujer y que no le había hecho mal a nadie. Tenía razón, así había sido.
Se marchó de este mundo en casa de mis padres, con tranquilidad, apagándose, poco a poco, como una cerilla, a muy pocos metros de la casa donde había nacido noventa años antes, tras una vida larga, sencilla y bien vivida.
Al igual que ocurrió con mi abuela Isabel, pude conocer más a Virucha, o cuando menos una parte más tapada de ella, cuando falleció su marido, mi abuelo Andrés, en el año 2015. Cuando sus compañeros nos dejaron, ambos hombres con muchísima personalidad, comenzó a emerger algo en mis abuelas que permanecía tapado, fruto de otros tiempos. Supieron, entonces, ocupar su lugar y ser las matriarcas de sus respectivas familias, título que ahora ostenta mi madre, Maria Consuelo Serantes .


Con Virucha, para mí, se acabaron los abuelos en vida. Una rama del árbol genealógico ha desaparecido. Al fin y al cabo, he tenido mucha suerte. Tengo 43 años y he disfrutado muchísimo con ellos.
Al irse Virucha, se marcha una de las personas que más he querido y, sin duda, que más me ha querido a lo largo de mi vida.
Se quedan aquí todos mis recuerdos con ella. Los infantiles, donde mi abuela, tiempo después de acostarme, en cada una de las noches, de cada uno de los veranos de mi infancia, entraba en la habitación para arroparme cuidadósamente y me daba un beso de buenas noches. Hasta los más recientes, declarándonos, exageradamente y con aires teatrales, nuestro amor mutuo.
Los que sí desaparecen, son los recuerdos que tenía de mí, los que eran solo de ella y que repetía, una y otra vez, cada vez que me veía. Me hablaba de un Miguelito, de quizás tres años de edad, que tras las inocuas amenazas que mi abuela emitía (siempre decía que iba a darme con la zapatilla) , corría por la casa de Lago y en una esquina, con los brazos en jarra, le contestaba: “No me lo puedo creer”. Ese Miguelito se ha marchado con ella.
Otra de las citas que continuamente salía de su boca era un poema que no sabemos, ni sabía, dónde lo había aprendido. Decía así: “Sola estoy, sola nací, sola me parió mi madre y solita me voy a morir…”.
En sus últimos días, mi abuela, no lo dijo ni una sola vez.
Adios, Virucha. Te queremos.