Los puentes de Madison (1995)
La novela de Los puentes de madison la escribió Robert James Waller en 1992. Fue un rotundo éxito de ventas. Casi diez millones de copias vendidas en los primeros años, más de 60 millones en la actualidad. Con tales resultados, era lógico que alguien quisiese transformarla en película. Aquí aparece en escena Steven Spielberg para rodar y producir la obra. Ficha para la tarea a Clint Eastwood, que venía de dirigir e interpretar dos obras maestras como son Sin perdón y Un mundo perfecto y vio adecuado el ponerse al mando de otro de los grandes del cine para la ocasión.
Steven Spielberg, cuando todo estaba en marcha y apunto, se baja del carro. Agotado tras rodar la mastodóntica La lista de Schlinder, deja el proyecto al director australiano Bruce Beresford, el cual venía de triunfar con el amable drama Paseando a Miss Daisy. Este quiere de compañera de reparto de Clint a Isabella Rosellini. Eastwood se niega. Él tiene margen de decisión en el reparto, más si cabe tratándose del personaje de Francesca, el cual compartiría prácticamente todo el metraje junto a él. El proyecto comienza a tambalearse y Beresford también abandona. No hay director ni protagonista femenina. Le dicen a Clint que se piense el dirigirla. Este pide 24 horas para pensarlo.
Clint Eastwood acepta, pero con condiciones. Elige un tratamiento del guion diferente al originalmente pensado. La novela original le resulta demasiado empalagosa. Decide que la voz principal, la que cuanta la historia, sea la femenina, la de Francesca (en la novela era Robert). Se incorpora también la figura de los hijos, los cuales conocen, al fallecer su madre, el romance que esta tuvo con un fornido fotógrafo hacía treinta años. Con esta decisión generaba muchas más aristas al relato, pues estos ponen en cuestión sus propias relaciones al conocer, por fin, la verdadera historia de su madre.
Clint, para el papel femenino, solo tenía a una persona en su mente. Francesca debía de ser “la mejor actriz de la historia”, como había dicho John Cazale. Cogió el teléfono y la llamó personalmente. Ella, al descolgar, conoció de inmediato la inconfundible voz de uno de los grandes de Hollywood. Meril Streep dijo que sí, claro.
La película comienza en la casa familiar. Los hijos de Francesca están aturdidos al conocer la infidelidad revelada de su madre. Ella había vivido y muerto al lado de su padre, aun estando enamorada profundamente del amor de su vida, Robert, fotógrafo de National Geographic. Ella lo conoció a mediados de los sesenta, cuando pasados los 40 años, madura, tuvo un “affaire” de 4 días que marcó su corazón y, al fin y al cabo, su vida. Un romance sin fisuras, sin reproches, sin monotonía, pues no pudieron darle el margen temporal que necesitaba para todo ello.
Francesca, a pesar de haber conocido el gran amor de su vida, decidió hacer lo que creía correcto. Para sus hijos, para su marido. En una carta póstuma, les dice a sus hijos: “al final de la vida se van los temores que una llevaba y lo más importante pasa a ser que te conozcan, que quienes me querían sepan quien fui realmente en este breve paso por la vida”.
De repente, nos encontramos a mediados de los 60 y la película nos muestra cómo fue aquella unión entre dos almas que conectaron desde un primer momento. Francesca es ama de casa. Tan tosca como sensual. Vive un tanto aburrida en su pueblito del centro de Estados Unidos. Sus sueños no se han cumplido, pues ha vivido los sueños de su marido (tan típico de otras épocas). Ella es como nuestra madre, pero la que nunca quisimos ver como hijos. La que tenía una vida aparte de cuidarnos y querernos. Con su pasión, con su sexualidad, madura y todavía muy presente. Llega Robert (Clint Eastwood). Está de paso por la zona. Se entienden solo con mirarse. Clint Eastwood le dijo a Meril Streep, al comienzo de la grabación, que quería mucha espontaneidad en las escenas. Esto se percibe todo el metraje. Los dos, durante el mes que duró el rodaje, buscaron respuestas a lo que es el amor para poder contarlo con honestidad. Lo lograron. Nosotros también nos enamoramos junto a ellos.
A mí que me gusta escribir desde las emociones, cuando veo Los puentes de Madison (prácticamente cada año), siempre me derrumbo. Clint, es más humano que cualquier humano. Meril Streep se come la pantalla (y nuestros corazones) a bocados. Nos destrozan con todo su amor con una relación que todos deseamos que hubiese ido más allá. Se lo merecían. Aun así, los comprendemos.
Los puentes de Madison es una película de parajes y de detalles. Las conversaciones de los dos protagonistas se dan o en sencillos pero curiosos puentes o en la casa de Francesca, sin marido e hijos por cuatro días. La apabullante primavera también se encuentra presente. “En mi casa no hay nada prohibido” decía Sabina en “Peor para el sol”. En la casa de Francesca, en esos cuatro días, tampoco. Pero ellos, al contrario que la canción, aunque estuviese prohibido, se enamoran. “Si no quieres que siga, dímelo ahora”, le dice Robert, mientras bailas, antes de que todo vaya a más. “Nadie te está diciendo que no sigas”, responde ella antes de besarlo por primera vez. Y los detalles… Cómo se tratan Robert y Francesca. El respeto, la madurez, la empatía. Amor adulto.
Y los detalles, son tantos los detalles… Esa mujer, después de conocerlo, en el porche de casa, en la noche, abre su bata para que el viento la acompañe y la alivie de tanta presión comprimida. Arde más que de emoción. O, tras una noche de pasión, hablando ella por teléfono con una vecina, de lo mundano e intrascendente, observa como Robert desayuna en su cocina familiar. Ella le toca con dulzura los hombros. Luego le coloca el cuello de la camisa. Sin palabras, le dice: “escucha, estoy aquí, contigo”. Magistral.
Robert no quiere necesitarla porque no puede tenerla.
Al final, ya con el marido e hijos de regreso, Clint Eastwood nos rompe, de nuevo, el corazón. No importa la de veces que la haya visto, les deseas lo mejor, necesitas que los se unan, que acaben juntos. Se lo merecen. Él está en la calle, bajo la lluvia. Es la última vez que se van a ver si ella no lo remedia. Pero no puede, ella permanece sentada en el asiento de copiloto del coche de su marido. Se miran unos interminables segundos, con Robert empapado bajo la tormenta. En el ambiente hay pregunta, pero no puede haber ninguna respuesta.
Se regalan, eso sí, una sonrisa cómplice. Qué suerte haber amado, aunque fuese por cuatro días. Mentira, no importa, será para siempre. Han vivido algo tan especial, tan puro, tan adorable, que los ha marcado para toda la eternidad. No han podido compartir la vida, pero se han regalado la muerte. Las cenizas de ambos se acaban esparciendo en uno de los puentes de Madison; en el suyo, donde aprendieron a amarse.
Yo, hablando casi como el amigo Clint, afirmo que pocas películas se presentan a uno en la vida de manera tan certera.
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